julio 26, 2014

Excelente escrito remembranza del Liceo del compañero Juan José García Posada

El Liceo, escuela de Ética y democracia (En la celebración de los diez años de la Asociación de Egresados del Liceo Antioqueño. Paraninfo de la Universidad de Antioquia, viernes 1 de agosto de 2008) Por Juan José García Posada

"Apenas han transcurrido cuarenta y cuatro años desde nuestra promoción de bachilleres del 64 del Liceo Antioqueño, en mitad del decenio luminoso de los sesentas. El tiempo se acorta cuando van emergiendo los recuerdos, los de quienes somos coetáneos y los de todas las demás edades. Éramos 220 muchachos que salíamos hacia la formación universitaria con el convencimiento de que estábamos terminando el período de escolaridad esencial que nos transformaba en individuos competentes para afrontar las dificultades de la vida. Nuestros maestros y la experiencia diaria habían acentuado la certidumbre que se nos inculcó desde los hogares: Nada iba a regalársenos, estábamos criados para el esfuerzo y la disciplina, se nos había forjado un carácter ajeno a la molicie y el facilismo. Pero una dosis razonable de estoicismo jovial nos inducía a aceptar los nuevos desafíos existenciales con entereza de ánimo, con alegría y sin temores y con un inmenso sentido de humanidad y altruismo, hoy tan exótico en el asunto incierto de la educación.

"Ante todo, en el Liceo empezábamos a identificar la escuela de tolerancia y democracia que aspirábamos a seguir reconociendo en la formación universitaria. Ser bachiller del Liceo no era cuestión fácil ni cómoda. La exigencia académica era norma habitual y familiar. No nos resultaba extraña. La asumíamos como regla básica para la formación de criterio. Sin embargo, como escenario de nuestros ideales y de nuestro proyecto de vida, con todo y los rigores inherentes a su tradición y su presencia institucional, porque era modelo regional de excelencia educativa, el Liceo era así mismo una casa amplia y amable donde se tejieron episodios plenos de alegría, anécdotas colmadas de ingenio y picardía juvenil, sucesos que se mantienen grabados en la memoria con la misma frescura original.

"Los primeros días eran de aprensión, de observación y hasta de recelo. Habíamos superado un exigente examen de admisión que nos hacía posible el salto desde la primaria. Era el primer paso hacia la mayoría de edad, hacia la autonomía personal. Pero no habíamos entrado al bachillerato. Ni siquiera admitíamos que ya éramos alumnos del Liceo Antioqueño en el antiguo caserón de La Manga, enfrente de la Plaza de Flores. Era que ya nos sentíamos importantes y adultos, con todo el derecho a nombrarnos estudiantes de la Universidad de Antioquia, así el edificio de San Ignacio lo miráramos de pasada como el de los grandes, el de los que nos aventajaban en edad y conocimientos y de donde llegaban a veces los líderes de entonces, uno de chiveras, otro de mechón de pelo encendido en la frente, que nos impelían a protestar por algún motivo de inconformidad, en aquella época en la cual aprendíamos que el progreso es la obra de los descontentos. Tal aforismo se lo escuché a mi padre y profesor de Literatura, a mi inolvidable maestro ejemplar, en incontables ocasiones.

"Los tiempos y los espacios han cambiado. Pero el espíritu universitario se conserva. Habita en los corredores, los patios y los rincones de este antiguo edificio, donde estudiaron y enseñaron nuestros mayores, donde el Paraninfo convoca a las generaciones a un diálogo interminable en torno a una institución que para nosotros ha estado cercana al concepto de lo sagrado y coaligante. Y aquel título honorífico de estudiantes de la Universidad de Antioquia (en mi caso personal lo ambicioné desde la infancia, porque nací de padres que se conocieron y se unieron en la Universidad, y aprendí a admirar al tío forjador de generaciones y rector de estos claustros), aquel título honorífico lo acreditábamos con la actitud respetuosa hacia el escudo y el himno y con el porte del uniforme verde y blanco en los solemnes desfiles de las celebraciones cívicas y patrióticas especiales y de las Jornadas Universitarias de octubre.

"La banda marcial abría el paso del Alma Mater. Adelante, el batutero gigantesco atraía con sus malabares. Los hermanos Vieco les hacían emitir el Cantaremos entusiastas y otras melodías a las resonantes marimbas. Medellín salía a las calles a ver desfilar la Universidad. Era un acontecimiento del cual nos sentíamos partícipes en nuestros puestos anónimos de marcha. Las horas de resistencia concluían en el Parque de Bolívar o en la enormidad del estadio. Al terminar rompíamos filas y asaltábamos en tropel los carritos de paletas restaurativas. Después, todo volvía a la normalidad. La fiesta cívica había finalizado. Lo que seguía podía ser una larga noche de vigilia y de tareas casi imposibles. Y el amanecer con el nuevo día de afanes y rutinas. Pero llevábamos la resolución de hacer de cada jornada una experiencia diferente.

"La vida nos cambió con el traslado a Robledo. Inauguramos el nuevo campus no sólo con un paro de tres días de protesta porque reclamábamos la implantación de la jornada continua, que haría menos tenaz el transporte diario, sino también con extenuantes excursiones al cerro El Volador y los alrededores y con la práctica de atletismo en la pista que rodeaba la pantanosa cancha de fútbol, de donde extraíamos arcilla fina para los trabajos de bellas artes y en uno de cuyos extremos se había delimitado un espacio para la construcción de la piscina, a la cual contribuimos año tras año, hasta sexto, con rifas y festivales. Presentíamos que el disfrute de la natación en nuestra propia alberca habríamos de dejárselos a las generaciones que nos sucedieran y así ocurrió. De esa magnitud era nuestro altruismo. Así como soñábamos con una piscina, soñábamos también con la construcción de un nuevo país, en las reuniones edificantes del Centro de Estudios Sociales que dirigía el padre Escobar. Con la vida hemos aprendido entonces a reconocer que las obras humanas se quedan como sinfonías inconclusas.

"En el Liceo inventábamos variadas dedicaciones felicitarías, catalogadas como coprogramáticas. Hubo un tiempo en el cual le ayudamos al quijotesco profesor Elejalde a sembrar una huerta y cultivar cebolla junca, tomates, habichuelas y alverjas bajo el sol canicular de la una de la tarde. De jornal por labrar la tierra nos pagaba con la prolongación de sus lúcidas clases de literatura y la recitación de sonetos y madrigales que él mismo había traducido. Tales emolumentos retribuían con creces nuestra labor de hortelanos inexpertos. Un almuerzo frugal en la extensa cafetería era el preámbulo de los ensayos del grupo de teatro, con el profesor Gonzalo Pérez. Había una reunión que tenía formas de ritual. El Club Literario sesionaba cada viernes en el local de San Ignacio. Una tarde fue singularísima porque el profesor, don Guillermo Ángel, nos anunció a los miembros del grupo selecto que estaría con nosotros nadie menos que el Rector de la Universidad y novelista, Jaime Sanín Echeverri, quien nos acompañó en un memorable coloquio sobre literatura colombiana. Cuando el presidente del Club, Jesús María Valle Jaramillo, levantó la sesión, eran las ocho de la noche y el Rector del Alma Mater y autor de Una mujer de cuatro en conducta quería continuar en agradable tertulia. Fue con el mismo profesor Ángel con quien tuvimos la grata pero desconcertante experiencia de conocer al pensador Fernando González en su casa de Otraparte, una tarde veraniega. El filósofo nos habló de sus obras, de sus viajes y de sus presencias, pero nos recibió con un modo huraño que no fue óbice para que desde entonces nos familiarizáramos con la profundidad de su pensamiento. La literatura y las bellas artes no nos eran extrañas ni ajenas. Conservo el libro sobre Rodin con que el director de artes, el maestro Cárdenas, destacó a esta alumno con el segundo premio en el concurso de dibujo y pintura dentro de unas Jornadas Universitarias. Pintar, cantar, apreciar el teatro y las demás artes representativas, no eran actividades marginales para los de nuestras generaciones en el Liceo. Fuera dentro del pensum y los programas regulares o como parte del llamado curriculum oculto, en el Liceo aprendimos a hacer de las disciplinas del espíritu elemento constitutivo de nuestras vidas.

"Y este edificio del Paraninfo lo llenamos con nuestras voces, todavía casi infantiles, en las presentaciones públicas de la Coral Antonio María Valencia, dirigida por el maestro Gustavo Sierra, el hombre del diapasón. Provenía de la escuela del maestro don Pepe Bravo Márquez y su Orfeón Antioqueño. Sopranos, contraltos, tenores y bajos lucíamos las capas verdiblancas en los conciertos y luego del canto del himno ofrecíamos, en este recinto histórico o en otros auditorios como el de la Biblioteca Piloto de la avenida La Playa, un repertorio que incluía el Gaudeamus, Las voces de la orquesta, Adesfe fideles y otras canciones. Ensayábamos por las tardes en el radioteatro de la Emisora Cultural, instalado en el tercer piso de la Biblioteca General, donde había hasta un piano de cola que desapareció en algún trasteo. El grupo de los bajos de la Coral lo integrábamos con Leonel Villegas, Larry González y Antonio Quintero. En la Emisora hice mis primeras salidas al aire del periodismo, con el programa semanal Radar Liceísta, que luego se transformó en Ventana Estudiantil. La expresión libre de las ideas no era en el Liceo un privilegio. Era un derecho y un deber de rutina. Cada año surgían nuevas publicaciones, en las modestas carteleras o editadas mediante la tecnología hoy rústica del stencil y el mimeógrafo. Fue un día de fiesta aquel en que el entonces director de tercero, el profesor Tapias, nos alentó a fundar un periódico de humanidades y sólo nos pidió como condición que compráramos una resma de papel tamaño oficio, que valía noventa centavos, para proceder a imprimirlo. Y la música era compañía constante en el Liceo, donde en aquel tiempo (menos de medio siglo atrás) se configuraron varias agrupaciones que siguen exhibiendo su calidad artística ante variadas audiencias. Los médicos, Remembranzas, Los músicos, La Estudiantina de Dagoberto Giraldo y otros conjuntos y solistas se formaron en tardes festivas y continuaron acreditando su excelencia, varios de ellos hasta los días actuales.

"En el Liceo que recordamos para siempre no se habían inventado los estándares, ni los manuales de convivencia modernos, ni el proyecto pedagógico, ni la jerarquía profesoral se había reducido a la expresión mínima del facilitador. Nuestra corporación tenía sus propios principios y valores, al amparo del carisma fundacional del Alma Mater. La libertad se observaba en la orientación de la cátedra, en la cual cada maestro hacía valer con independencia su estilo sin apartarse de un programa vigente. La igualdad era base de la convivencia y los muchachos que proveníamos de hogares de economía modesta alternábamos con hijos de empresarios o con vástagos de humildes mujeres de oficios varios. Todos formábamos una comunidad axiológica y práctica. Nos reunían intereses, objetivos y horizontes comunes. Vivíamos en fraternidad, sólo alterada en ocasiones lamentables por escaramuzas y lances bochornosos, de los cuales por desgracia más de una vez fui protagonista, cuando hasta por la más insignificante fruslería sentíamos herido el honor y nos enzarzábamos en peleas a puño limpio que terminaban por lo regular en la oficina del director del grado con el consabido y nada deseado apretón de las mismas manos con las que acabábamos de rompernos las narices. Al fin y al cabo estábamos formándonos como individuos de carácter y la impetuosidad agresiva era propia en instantes de irritación e inmadurez de la adolescencia.

"Aprendimos lecciones imborrables de solidaridad en el Liceo, dentro de la institución y en su entorno. La primera excursión como boyscouts en la Tropa Primera fue a un campo situado en el Oriente de Antioquia. Los más jóvenes (con Castaño, Tamayito, Restrepo, Vladimiro y Rodas, por ejemplo) carecíamos de la fortaleza y la resistencia de un jayán como el Negro Villada, Gonzalo, el mayor, quien ya estaba próximo a obtener el diploma de bachiller y comenzar sus estudios sacerdotales con los jesuitas. Él mismo cargó con todos nuestros morrales durante varios kilómetros por senderos y cañadas y atravesando alambrados hasta llegar a donde levantaríamos el campamento. El otro Villada, Gustavo, era nuestro compañero de clases en sexto, hombre díscolo, guasón, bromista, de una bondad sin límites y una alegría reconfortante, que le ponía el borrador encima del tablero a un célebre profesor de Química distinguido por su brevísima estatura. La furia del personaje cuyo apellido pronunciábamos en ajustado diminutivo terminaba con la orden perentoria de sacar un papelito y resolver un problema inextricable de composición de elementos, o cierta mañana con una visita al laboratorio que aprovechó para ponernos a oler arsénico en combustión. Con él, por desgracia, no había química, lo que se dice química. Sí la había, en cambio, en las clases que se iluminaban con la bondad, la comprensión y la amabilidad de don Luis.

"Varios compañeros que nos inclinábamos por las humanidades y el derecho y por lo mismo habíamos sido confinados en algo así como un gueto de alumnos especiales, estuvimos a un paso de aceptar la importancia de la química del carbono para nuestro porvenir profesional, gracias a la actitud bondadosa de don Luis. Pero no era la materia la que podía despertarnos enorme simpatía, sino el maestro que se esmeraba, en forma estéril, por enseñárnosla. Una mañana, Villada, el inquieto compañero del que estaba hablando ahora, nos dejó estupefactos con la noticia de que iba a seguir los pasos de su hermano. Fue consagrado sacerdote años más tarde, cumplió una labor pastoral admirable sobre todo en territorios misionales y hace pocos meses nos dolió en lo más hondo la noticia de su muerte. Varios compañeros han quedado a lado y lado del camino en estos cortos cuarenta y cuatro años. Con ellos sostuvimos miles de charlas en las barras que formábamos a la hora del descanso, corrimos extenuantes competencias en las clases de educación física de don Filemón, don Gonzalo y Lagoyette, sufrimos la tensión y la angustia de los exámenes, discutimos algunas veces con enardecimiento, nos disputamos el querer de una niña que nos embrujó con la mirada y después nunca volvimos a encontrar en el camino de la vida, con ellos gozamos y padecimos, contamos chistes y anécdotas y empezamos a asomarnos a la realidad del mundo, y con todos nos sentimos hermanados por la hospitalidad de una misma casa del saber. A ellos y a todos los demás que nos han antecedido en el viaje a la eternidad, les debemos un recuerdo, una oración, un sentimiento de gratitud fraterna. Cómo nos estremecía la muerte de un condiscípulo, en aquellos años y en los actuales. Parte de nuestra alma se iba con él. Buena parte, de la mejor. Y se encontraba con la Providencia. Y la religiosidad se vivía en el Liceo, sin pacatería insulsa, sin mojigatería, con respeto por las creencias ajenas, con autenticidad y con el fervor y la piedad suficientes para sabernos en paz con Dios, con los demás y con la propia conciencia. Los sacerdotes que tuvimos como maestros, el padre Duque, el padrecito Acevedo, el padre Escobar, nos conocían bien, sabían de nuestras inmensas virtudes y nuestros escasísimos defectos (o viceversa) y nos comprendían con un espíritu de tolerancia y una paciencia inagotables, providenciales, porque muchas veces no estaban obligados a soportar con tales muestras de santidad las pilatunas de algunos de nuestros más audaces condiscípulos. Aquellos maestros aguantaban con estoicismo hasta el reconocerse en los sobrenombres que desde el anonimato aplicaba la implacable picaresca juvenil. Así, creo que eran canonizables por pacientes y tolerantes los muy ilustres señores Galápago, El Capitán Veneno, Tobita, La Perrita, Eneas, El Reyecito, Mamerto, Riñón, Gallinazo y Marranito. Años atrás se hablaba de Partenón. A ellos les debemos un desagravio perpetuo. Su actitud magisterial de paciencia ante los alumnos formaba parte del manual implícito de convivencia que aprendimos a acatar en el Liceo. Y a veces no se si era paciencia o simple enajenación debida al desgaste propio de su edad provecta, la de un profesor que empezaba su clase de Historia de Colombia a las doce y veinte del día y la terminaba cinco o diez minutos más tarde, cuando escuchaba un timbre que para él, en su respetable sordera, era el que ordenaba el final de las clases, cuando en realidad el sonido salía de un reloj despertador que llevaban al salón dos rapaces de apellidos Isaza y Acevedo, el primero transformado después en genio de la ingeniería y las matemáticas y clasificado como uno de los cerebros académicos más sobresalientes en los Estados Unidos. ¡Quién lo creyera, que semejante tósigo fuera a realizar una carrera plena de excelencias y merecimientos! Personajes muy eminentes, de la vida pública y la política, de la administración del Estado, de la empresa privada, de la educación, los que han salido del Liceo en las diferentes épocas. Por supuesto que no intentaré siquiera mencionarlos, porque sería un interminable como histórico llamado a lista. Basta recordar (y claro está que no era de nuestra época, sino de todas las épocas, desde las iniciales en que el Liceo se fundara, en el Siglo Diecinueve), a nadie menos que Tomás Carrasquilla. Fue estudiante y nada distinguido, nada sobresaliente, nada disciplinado, del Liceo Antioqueño. En su certificado de calificaciones, el Rector de aquel entonces grabó esta anotación que sirve para la posteridad como ejemplo casi humorístico de los errores que no faltan en la pedagogía: “La lectura constante de novelas ha perjudicado mucho a este alumno”. Y el joven Tomás, con todo y su censurada afición por las letras, nuestro compañero de fraternidad liceísta en la lejanía del tiempo, fue el paradigma, de la literatura antioqueña. No hay que extrañarse, entonces, si otro adolescente insoportable, hoy talento de estatura internacional, forzaba al sempiterno y erudito Don Abraham a terminar sus clases antes de tiempo al oír en lontananza el timbre de un reloj despertador. ¡Cuántos de los encumbrados personajes de nuestra vida regional y nacional fueron responsables en el Liceo de actos de indisciplina semejantes o de gravedad mayor!

"Nuestros maestros eran ejemplares, únicos e irrepetibles. Eran respetables por su coherencia, porque hacían lo que decían y pensaban, por su rectitud moral, por su autenticidad y por su austeridad de vida. Se sentían comprometidos hasta el fondo del alma con la causa de orientarnos en la educación para la buena ciudadanía, para la recta condición humana y para el saber. Los había de semblante adusto, malhumorado, pero también de rostro afable y sonriente. Unos eran rígidos en sus métodos de clase y sus evaluaciones. Alguno tenía la malhadada costumbre de repartir ceros y unos con cinco en trigonometría. Dos o tres parecían, por su extrema bondad, socios de una cofradía maternal. Había unos que se distinguían por la exquisitez en el decir, en el buen decir, en el uso elegante de la palabra. Otros, por la originalidad y la desfachatez en la pronunciación y el disparo gracioso de palabrotas, que aprendíamos y celebrábamos como sucesos espectaculares en los ratos de descanso y al concluir, por decir algo, las clases de Anatomía.

"Eran maestros que vivían y enseñaban mediante una pedagogía del testimonio personal. Eran ellos mismos, sin más ni menos y sin impostaciones ni modos eufemísticos. Y todos, caracterizados por una integridad en el ejercicio de la docencia que los hacía personajes modélicos, imitables, pero únicos e irrepetibles. De su señorío y su compromiso con el saber, de su espíritu de tolerancia que sólo rara vez se confundía con alcahuetería, de su sentido de la responsabilidad con la formación de una y varias generaciones (un sabio es el maestro de cien edades, decía un pensador), fuimos adquiriendo clara conciencia con el paso veloz del tiempo. Tal vez no alcanzábamos a justipreciar sus cualidades en aquellos años en que éramos sus discípulos. Pero la observación y la experiencia en el discurrir de la vida, la comparación de condiciones humanas cercanas y lejanas, propias y extrañas, nos han ayudado a reconocer y evocar el valor inestimable de un modelo de pedagogía que hizo del Liceo Antioqueño la máxima escuela de ciudadanía, de tolerancia y de democracia de nuestra región.

"Es probable que en la actualidad haya establecimientos que imiten, reproduzcan o prolonguen a su modo y guardadas las proporciones el modelo cultural y pedagógico excepcional del Liceo. No ha de ser extraño que en el desenvolvimiento de la educación estén aplicándose criterios, metodologías y formas de enseñanza afines o comparables a los que nos tocó seguir en las diferentes promociones. Sin embargo, la educación actual es fuente de escepticismo, en líneas generales. La nuestra era una lucha, es cierto. Teníamos que afrontar la causa de educarnos con sacrificio, con esfuerzo. Pero había, en primer término, un espíritu de cuerpo, un colegaje y una relación de fraternidad que nos hacía sentir compañeros de viaje. La emulación no era competencia desleal. La superación personal no estaba encerrada en un individualismo egoísta. Se nos enseñó a ser uno para todos y todos para uno. Había camaradería en las aulas y fuera de ellas, en las ocasiones festivas y en las circunstancias adversas. Y había respeto, por la dignidad de los maestros y de los condiscípulos y por la propia dignidad. Se vivía en comunidad y en armonía.

"La realidad actual de la educación secundaria ha cambiado con tendencia negativa. En nuestro tiempo los valores valían y los hacíamos valer. Los fines no justificaban los medios. Es cierto que podía haber situaciones de excepción, episodios indeseables, incluso individualidades que no se adaptaban a ese entorno ético en el que estábamos compartiendo el destino. Pero eran casos insulares. El verdadero poder del ser humano se cifraba en el saber, no en otros intereses secundarios. Nos manteníamos en una suerte de alabanza continua de la dificultad. Se privilegiaba el conocimiento. La formación integral era esencial, así cada cual tuviera su particular tendencia hacia la disciplina de su predilección. La base humanística era insustituible, aunque ya empezaban a vislumbrarse los primeros signos de la decadencia que llegaría años más tarde, cuando recibimos con decepción el anuncio de que por obra de una reforma educativa se suprimía en 1962 el curso de raíces griegas y latinas. Con todo, la memoria como potencia del alma no había pasado al olvido del cuarto ruinoso de sanalejo. El entendimiento representaba un reto habitual, que se aguzaba con la formación permanente del criterio y el sentido crítico. Y sin voluntad no podía emprenderse tarea alguna. El Liceo nos infundió una mística por la vida y por el trabajo intelectual y productivo y del servicio a la sociedad, que sólo podía inculcarse desde el ejemplo de consagración de los viejos maestros. Esos maestros que sólo envejecieron el primer día de clase y para toda la vida siguieron siendo viejos respetables y sapientes como en la primera jornada.

"Quisiera seguir hablando horas y horas sobre el Liceo entrañable, el de nuestros mejores años, el de la juventud, divino tesoro, que se fue para no volver, así continuemos hoy en día con la ilusión de que la edad es sólo un estado cambiante y renovable del alma, como si, en parafraseo del poeta, entonáramos una nostálgica e inútil canción de primavera en otoño. Hace años, cuando fungía de Gobernador de Antioquia el sacrificado condiscípulo Antonio Roldán Betancur, en su despacho le propuse que organizáramos la celebración de no recuerdo qué aniversario de nuestra promoción como bachilleres del Liceo Antioqueño. Fue entonces cuando me dio la nefasta noticia de que el Liceo estaba ya próximo a ser clausurado, porque el modelo que nos había tocado vivir se había degradado hasta niveles espeluznantes. Se cerró entonces nuestra casa formadora del saber para la vida, la escuela mayor de democracia de la gente de Antioquia. Sin embargo, siento y creo que lo sentimos todos, que el Liceo sigue abierto en nuestros corazones y nuestros cerebros, gracias a la impronta imborrable que nos grabó y a los recuerdos gratísimos que seguirá activándonos cada vez que evoquemos la presencia de nuestros maestros, de los que fueron y de los que todavía son, de los seres paradigmáticos que nos enseñaron a afrontar el reto generoso de avanzar más allá de la última huella que alcanzaron a marcar.

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